Cómo mantener la mente joven: las monjas de Notre Dame
En la década de los ochenta, el investigador estadounidense David Snowdon se embarcó en una iniciativa absolutamente original: estudiar durante casi dos décadas a un grupo de religiosas de avanzada edad para tratar de entender un poco mejor los efectos del estilo de vida sobre el envejecimiento del cerebro.
El experimento de David Snowdon
Para ello, seleccionó a 678 mujeres de la congregación de las Hermanas de Notre Dame. Todas convivían en entornos similares, tenían dietas parecidas, acceso a buena atención médica y, lo más importante: biografías bien documentadas desde su entrada en el convento, por lo general, siendo muy jóvenes. Estas condiciones tan parecidas son una joya para cualquier científico.
Sin saberlo, las hermanas se convirtieron en las protagonistas de uno de los estudios más reconocidos sobre envejecimiento y salud cognitiva.
El papel clave de las autobiografías en el análisis cognitivo
Un elemento valiosísimo fueron las redacciones autobiográficas que habían escrito las hermanas décadas antes, coincidiendo con su ingreso en el convento. No eran exámenes, ni grandes obras literarias: simplemente contaban quiénes eran, de dónde venían y por qué querían ser monjas. Pero esos textos aportaban mucho más de lo que parecía.
Al analizarlos, los investigadores observaron algo llamativo: cuanto más rico era el lenguaje, mejor estructuradas estaban las frases o más amplio era el vocabulario, más intactas se mantenían las capacidades mentales de las autoras al llegar a edades muy avanzadas.
Pero lo más sorprendente quedaría al descubierto durante la autopsia neuropatológica: algunas de las monjas, cuyos cerebros presentaban lesiones típicas del Alzheimer (placas neuríticas y ovillos neurofibrales), no llegaron a desarrollar síntomas clínicos de demencia pese a ser nonagenarias. Nada. Ni confusión, ni pérdida de memoria, ni cambios de comportamiento. De hecho, el primer sorprendido fue el propio Snowdon, quien mantuvo una estrecha relación personal y epistolar con la madre superiora hasta el momento de su fallecimiento. Señalaba el investigador que no notó la menor señal de demencia aun cuando el examen histopatológico postmortem reveló lesiones cerebrales de amplio alcance.
En 1993, la Universidad americana de Rush reprodujo el estudio llevado a cabo por el equipo de Snowdon. Denominado «Estudio de las Órdenes Religiosas», contó con más de 1.100 participantes —entre monjas, sacerdotes y hermanos— procedentes de más de 40 congregaciones. Las condiciones fueron similares a las del estudio original: controles anuales, donación de cerebro al fallecer y análisis de estilo de vida.
¿Cuáles fueron los resultados en este segundo estudio?
No se produjo una réplica idéntica al 100 % (ya que cada comunidad tenía sus propias características), pero la reproducción del fenómeno era innegable: disponer de una reserva cognitiva —gracias a la educación, el lenguaje, la lectura y la estimulación a lo largo de la vida— reducía la probabilidad o gravedad de la demencia, incluso habiendo lesiones cerebrales.
El estudio de las órdenes religiosas añadió algunos matices al poner de manifiesto el peso de factores emocionales como la depresión y la ansiedad, y su repercusión sobre la salud cognitiva
¿Cuál es la explicación plausible?
La explicación más aceptada es la denominada «reserva cognitiva», algo así como el disponer de un fondo de ahorro mental. Cuanto más se ha utilizado y estimulado el cerebro a lo largo de la vida —leyendo, escribiendo, aprendiendo cosas nuevas, conversando con interlocutores diferente— más recursos tiene para compensar posibles patologías, en particular, relacionadas con el envejecimiento.
La idea es bastante sencilla: no todo depende de la genética, ni de la suerte. Lo que hacemos con nuestro cerebro importa. La forma en cómo usamos el lenguaje, nos relacionamos con el mundo y seguimos aprendiendo es un magnífico protector frente al desgaste mental provocado por el tiempo.
No hace falta convertirnos en unos obsesos de los crucigramas ni aprender sánscrito a partir de los sesenta. Basta con mantener una vida intelectual mínimamente activa: leer, charlar, escribir, exponerse a nuevas ideas y conservar la curiosidad por cuanto nos rodea.
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