«Quizás sea el momento de divorciarnos»
En una reciente comida familiar, mi madre nos contaba algo sucedido durante el día que le había llamado la atención. Mi padre la miraba con los ojos muy abiertos y cada cierto tiempo decía «ajá», asintiendo con la cabeza. En un momento dado –para asombro de todos nosotros– mi madre intercaló en su relato, sin cambio alguno de tono o expresión, algo que no venía a cuento y que más o menos sonaba así: «Pues nada, querido, ahora que están aquí los chicos aprovechamos para explicarles lo del asunto de nuestro divorcio». Mi padre, sin retirar la mirada y con los mismos ojos abiertos, acompañó en esta ocasión el «ajá» de una sonrisa.
Obviamente, mi padre -del que debo aclarar que adora a mi madre- no tenía ni idea de lo que esta le estaba contando y simplemente ponía su «cara de escucha» mientras su mente vagaba por otros terrenos más motivantes como, pongamos, valorar los efectos del virus FIFA en su equipo del alma que esa tarde tenía una contienda complicada.
Esta anécdota es un caso extremo (aunque yo diría que bastante habitual en algunas relaciones de pareja), pero pone de manifiesto cómo la escucha activa requiere un esfuerzo de atención en nuestro interlocutor que a veces no estamos dispuestos a hacer o, al menos, no del todo. Y, sin ese esfuerzo, el resultado es que oímos hablar como quien oye caer la lluvia: algo parecido a un murmullo de fondo.
El arte de la escucha consciente
En un mundo saturado de estímulos –cláxones, conversaciones a medias, la sirena de una ambulancia, el golpeteo de las obras en la calzada o el murmullo de la multitud– nos acostumbramos a oír sin escuchar. Oír es un acto pasivo. Escuchar, en cambio, exige atención, intención y sensibilidad para ir más allá de las palabras y captar también lo que no se dice, ya sea un gesto, una pausa o un tono vacilante.
La importancia de lo que no se dice
Tenemos un refrán que lo describe estupendamente: «A buen entendedor pocas palabras bastan». La comunicación humana no se limita al significado literal de las palabras. Los silencios, la prosodia y el lenguaje corporal aportan matices que pueden reforzar e incluso contradecir un mensaje verbal. De hecho, se estima que la comunicación no verbal impacta hasta cinco veces más que la verbal en la comprensión global de un mensaje.
En su libro «El hombre que confundió a su mujer con un sombrero», el neurólogo Oliver Sacks narra cómo un grupo de pacientes con afasia receptiva –incapaces de comprender las palabras– se reía a carcajadas viendo un discurso de Ronald Reagan emitido por televisión. Es cierto, los pacientes afásicos no entendían una palabra de lo que el presidente decía, pero detectaban perfectamente la incongruencia entre sus gestos y su prosodia (es decir, las características sonoras del habla). Así funciona nuestro cerebro: cuando los gestos (lenguaje corporal), la prosodia (tono, ritmo, entonación) y el discurso verbal no se corresponden en el hablante, tendemos a percibir la situación como incongruente… o como demostración de falsedad o engaño.
El lenguaje corporal: un discurso paralelo
No hace falta tener afasia para intuir que alguien no dice toda la verdad. El lenguaje no verbal –posturas, microgestos, contacto ocular– puede desmentir las palabras más firmes. Ejemplo de ello es el famoso impeachment contra Bill Clinton cuya grabación se utiliza con frecuencia en los cursos de criminología, psicología forense y análisis del comportamiento no verbal: mientras el presidente repetía una y otra vez que las acusaciones contra él eran falsas, su lenguaje corporal (labios tensos, mirada evasiva, manos inquietas) transmitía justo lo contrario. Esta discordancia entre lenguaje corporal, lenguaje verbal y prosodia es interpretada por muchos expertos como indicadores de incongruencia emocional.
Escuchar con todos los sentidos
- Atender al tono, ritmo y pausas.
- Observar gestos y posturas.
- Leer entre líneas, detectar ironías y dobles sentidos.
- Prestar atención no solo a las palabras, sino también a las emociones que las acompañan.
Generar vínculos a través de la escucha
Posiblemente conozcas a alguien que parece tener la capacidad de «leerte la mente» con solo una mirada o un gesto. Esas personas no tienen un don sobrenatural, aunque a veces pueda parecerlo: tienen una especial habilidad para la escucha activa y empática, o dicho de otro modo, una gran sensibilidad para intuir las emociones y matices que no se expresan con palabras.
La verdadera escucha –esa que demuestra auténtico interés por lo que nos cuenta nuestro interlocutor– exige decodificar simultáneamente el lenguaje verbal y no verbal: entonación, pausas, microexpresiones y silencios. Esta es la vía de acceso al significado emocional que oculta el discurso.