Ejercicio de contradicción

Mujer haciendo un solitario a las cartas y haciéndose trampas a sí misma

Ejercicio de contradicción

El arte de discutir con uno mismo

En un cuento delicioso de Juan José Millás, el escritor recordaba a un maestro suyo que, en lugar de mandar los típicos ejercicios de redacción sobre «qué hice en mis vacaciones» o «dónde pasé este fin de semana» proponía algo mucho más original y, hasta cierto punto, subversivo: pensar en una película o libro que te hubiese entusiasmado, o en una idea, preferencia u opinión que considerases inamovible, y tratar de rebatirla por todos los medios a tu alcance.

A primera vista parece un encargo imposible. ¿Cómo voy a intentar desmontar lo que considero incuestionable? Pero es precisamente en esta dificultad donde está lo interesante. Con el tiempo, Millás terminó incorporando este peculiar método a su vida: poner a prueba sus propias certezas, someterlas a un baño de escepticismo para ver si resistían la sacudida del agua o si, como ocurre con tantas convicciones férreas, se encogían y deformaban ante la primera duda.

Hoy he decidido que también yo voy a implantar esta práctica de autorrefutación en mi existencia. No por deporte intelectual (aunque esto también puede ser un efecto colateral valioso),  sino como antídoto contra dos virus  altamente contagiosos y perjudiciales: el sesgo y la repetición.

Sesgo y repetición: un cóctel explosivo

Escuchamos las emisoras de los nuestros, leemos los periódicos de los nuestros, compartimos memes de los nuestros y asentimos con entusiasmo ante las opiniones de los nuestros. Las redes, con su infinita capacidad para crear burbujas a medida, actúan como eco de nuestras propias ideas. Y así, lo que creemos y escuchamos una y otra vez, termina por parecernos la única verdad posible.

El  algoritmo nos ofrece titulares diseñados para reforzar nuestras creencias, por lo general, a través de información sin fechar, sin contexto y sin datos verificados, aunque con un envoltorio tan eficaz que los asumimos como información objetiva. Mientras tanto, dividimos al resto de la humanidad —esa masa que no piensa como nosotros— en dos grupos: los equivocados y los engañados.

No es casualidad que esto ocurra. Nuestro cerebro necesita certezas. Vivir sin ellas, a la intemperie de la duda, es muy molesto. Nos gusta sentir que tenemos razón porque esto nos proporciona sensación de seguridad, pertenencia, sentido. Pero, ¿qué pasa si la solidez de nuestras convicciones se basa en años de consumir información sesgada y repetida?

La autorrefutación

Aquí es donde entra en escena el ejercicio de contradicción a lo Millás: intentar desmontar nuestras propias ideas con la mayor honestidad posible. No para abandonarlas, sino para comprobar si son tan firmes como creemos. Yo diría que es un gesto revolucionario en un mundo en el que debatir se reduce a repetir machaconamente (y cada vez más alto) lo que pensamos, con la esperanza de que el otro se rinda primero.

Practicar la autorrefutación tiene mucho de gimnasia mental. Obliga a poner en marcha partes del cerebro poco entrenadas: la curiosidad, la empatía, el sentido crítico. Requiere un esfuerzo consciente porque vamos a contracorriente de lo que nos pide la mente: confirmar y reforzar lo conocido.

Al tratar de ver la realidad desde la perspectiva opuesta, no solo detectamos posibles grietas en nuestro pensamiento; también aprendemos algo relevante:  a ponernos en la piel del otro. Comprender no implica dar la razón, pero abre la puerta a matices y compromisos que, de otro modo, no se nos ocurrirían.

Un pequeño experimento

Piénsalo por un momento:

  • ¿Podrías argumentar a favor de una película que detestas?
  • ¿Serías capaz de encontrar puntos fuertes en la postura política que más te irrita?
  • ¿Y si intentaras justificar por qué alguien podría preferir un estilo de vida que a ti te parece un disparate?

No se trata de traicionar tus valores ni de abrazar las ideas opuestas. El objetivo es bastante más sencillo (y ambicioso):  encontrar fisuras en el muro de certezas que hemos construido a lo largo de los años.

Más difícil, pero también más gratificante

Es un ejercicio exigente, sin duda. Cuesta mucho más que repetir como un loro los mantras de «los nuestros». Pero, como suele ocurrir con todo lo que requiere esfuerzo, los beneficios son notables:  el pensamiento se vuelve más flexible; la conversación con los otros gana en calidad y profundidad; y la relación con nuestras propias creencias deja de ser la de simple «repetición de consignas». Es, además, un ejercicio de honestidad entre tu yo público y tu yo íntimo. Obviamente, puedes mentirte y seguir repitiéndote justificaciones aprendidas sin crítica alguna. Pero diría que eso te proporciona la misma gratificación que hacerte trampas al solitario.

Quizás descubras que muchas de tus certezas resisten la refutación y salen reforzadas. O tal vez no… y este es el primer paso para construir ideas nuevas, más críticas y sólidas.

Conclusión

Necesitamos creencias para orientarnos en el mundo, pero también necesitamos ponerlas en duda de vez en cuando para no quedar atrapados en un universo de información sesgada. Practicar el arte de refutarse a uno mismo es incómodo, aunque liberador. Y una buena forma de aprender a disfrutar de lo que más cuesta: pensar por nosotros mismos.

¿Te sientes capaz de llevar a cabo ese ejercicio de autorrefutación?

Por cierto, una profe del colegio de mi hija se ha embarcado en esta tarea y organiza coloquios en el aula  donde los alumnos defienden ante sus compañeros lo contrario de lo que piensan. Creo que es un ejercicio de lo más didáctico.