Emoción antes que razón

Cliente elige un coche pequeño en lugar del SUV en oferta, guiándose por la emoción antes que por la razón.

Emoción antes que razón

Una radiografía del carácter humano

Hace algunos años contaba una amiga británica una anécdota para ilustrar el carácter tozudo de John. En una visita a España –cuando esta aún no pertenecía a la Comunidad Europea–, la pareja se vio en la necesidad de cambiar libras por pesetas, por lo que acudió a una sucursal bancaria cuyo nombre no viene al caso.

De vuelta al Reino Unido, John observó, al archivar los justificantes de gastos, un ligero desajuste entre la operación de cambio y las condiciones pactadas con el banco. Sin pensarlo dos veces, llamó a la sucursal española. Por desconocimiento del idioma, el empleado que le atendió no supo aclararle lo ocurrido y le rogó que llamase al día siguiente para hablar con el interventor, más familiarizado con el inglés. Tampoco este ni el director del banco pudieron aclarar el asunto. Envió entonces a la sucursal una carta certificada expresando sus quejas. Recibió la respuesta del banco al cabo de unas semanas; hizo traducir su contenido, y no satisfecho con las explicaciones, cursó una segunda carta a la que siguieron media docena más en las semanas siguientes con sus correspondientes traducciones.

Molesto por lo que consideraba un comportamiento injustificado (una tomadura de pelo, tal como aclaró el propio John en perfecto español), se dirigió a una instancia superior –el Banco de España–, con cuyo departamento de atención al cliente mantuvo un intenso intercambio epistolar que exigió nuevas cartas certificadas, fotocopias, traducciones, desplazamientos a correos y el abono de la minuta del bufete de abogados que redactó diversos burofaxes.

Finalmente –concluyó mi amiga–, John se había salido con la suya: el Banco de España le dio la razón y condenó a la sucursal bancaria a devolver lo que le había cobrado en exceso más los intereses correspondientes: un total de 5 libras. Grosso modo John había dedicado alrededor de 360 horas de su vida y desembolsado más de 300 libras esterlinas para obtener una reparación que llegó dos años después del viaje a España. Sin embargo –concluía su mujer–, «cuando recibió la carta que le daba la razón estaba pletórico».

La IA enfrentada a la misma situación

Imaginemos ahora el comportamiento de una inteligencia artificial enfrentada a esa misma situación. Cotejaría los datos, calcularía el importe cobrado de más y establecería, aplicando baremos lógicos, las posibilidades de recuperar esa suma y qué inversión en términos de tiempo y dinero justificarían el hacerlo. Tal vez consideraría la variable «evitar que el error vuelva a producirse en el futuro». Difícilmente esa aséptica máquina tendría en cuenta, a la hora de realizar los cálculos, el sentimiento de rabia provocado por lo que John calificó de tomadura de pelo, o el placer de la victoria, que nada tiene que ver con la magnitud de la recompensa material (valorada en este caso en cinco libras).

La falsa creencia de la racionalidad objetiva

Los adultos tenemos la falsa creencia de que nuestras decisiones se basan en la razón. Sin embargo, las emociones influyen en nuestras decisiones más analíticas: orientan la atención, influyen en la interpretación de los hechos y condicionan el modo en que valoramos las consecuencias. La frustración, la necesidad de coherencia, el deseo de reparación, la rabia ante la injusticia  o el orgullo herido forman parte de nuestro funcionamiento mental.

¿Razonar sin sentir?

El neuropsicólogo Antonio Damasio (que ha dedicado gran parte de su vida al estudio de la relación entre emoción, razón y toma de decisiones) propone en su reconocido libro «El error de Descartes» la existencia de «marcadores somáticos», señales corporales que condensan experiencias previas y nos ayudan a decidir con rapidez, incluso antes de formular un razonamiento explícito.

La ausencia de emociones tampoco facilita la toma de decisiones. La experiencia clínica con personas alexitímicas muestra que la falta de conexión con la emoción no genera una mayor racionalidad —como cabría esperar—, sino confusión. Sin esa referencia interna, el juicio se vuelve rígido o dependiente de normas externas, y la persona acaba siendo incapaz de priorizar entre alternativas. Cuando nada tiene valor emocional, ¿qué puede hacerme inclinarme por una opción u otra si todo me resulta indiferente?

Y es que, lo queramos o no, así somos los humanos: emoción antes que razón, por mucho que nos moleste.