El nuevo filtro de moda
Recuerdo que, cuando mi hermana era adolescente, tenía la costumbre de alquilar en el videoclub del barrio (¡cuánto ha llovido desde entonces!) tres o cuatro películas lacrimógenas que veía durante el fin de semana para —como explicaba— «disfrutar llorando, porque lo que pasa en las películas me parece mucho más real que la realidad». Debo aclarar que mi hermana es el optimismo personificado, pero está claro que hasta los más optimistas necesitan llorar de vez en cuando.
Este comentario viene a colación por la cantidad de veces que he oído ensalzar, en particular en redes sociales, el «valor de la autenticidad» como cualidad moral, algo así como si hablásemos de algún tipo de comportamiento ético.
El mito de la autenticidad
«Ser auténtico» parece ser hoy una cualidad universal a la que debemos aspirar todos. Este fervor por la autenticidad me llama la atención, entre otras cosas, porque creo que no hay nadie capaz de desprender más autenticidad que un buen actor. El método Stanislavski —adentrarse en la piel de un personaje a través de la exploración psicológica, emocional y conductual— ha elevado la autenticidad a niveles estratosféricos. Oliver Sacks relataba con asombro cómo Robert De Niro seguía manteniendo, durante el rodaje de Despertares, la rigidez corporal y los gestos de un paciente catatónico, incluso cuando estaba fuera de cámara, pese a la tremenda incomodidad física que ello le suponía. Ese nivel de interiorización del personaje demuestra que la autenticidad puede ser, en gran medida, producto del talento y del entrenamiento.
La autenticidad tal como se entiende hoy no es, por tanto, sinónimo de coherencia con uno mismo o misma como podría parecer. Más bien tiene que ver con la capacidad de transmitir naturalidad y carisma, algo esperable en una cultura en la que se ensalza la exposición pública y el «mostrar tu mejor versión» (un tema con mucha chicha al que ya dediqué un post). Dicho de otra forma: para ser auténtico no necesitas ser tú mismo; basta con parecer que lo eres.
De hecho, puede ocurrir que cuando eres tú mismo es cuando menos autenticidad transmites. Paradojas de la vida.
Autenticidad, sinceridad y credibilidad
El experto en comunicación no verbal José Luis Martín Ovejero, explica en Miénteme si te atreves, como ni siquiera las famosas microexpresiones —esas reacciones emocionales sutiles y difíciles de controlar base de tantas películas policíacas— pueden interpretarse sin contexto. Lo que parece «falta de autenticidad» en una persona puede ser timidez, miedo escénico, problemas para comunicarse o dificultades neurodivergentes, por citar algunos ejemplos. Por el contrario, alguien con carisma y capacidad comunicativa puede parecer autentiquísimo mientras miente con aplomo.
Equiparar la percepción de autenticidad con una cualidad moral puede tener consecuencias graves. Basta recordar sonados errores judiciales en los que inocentes han acabado en prisión porque «tenían gesto de culpables», mientras otros -con un largo historial delictivo, pero mayor dominio escénico- convencían al jurado de su inocencia.
Perspectiva psicológica
La autenticidad, como expresión de nosotros mismos, no siempre es terapéutica ni recomendable. Sería ingenuo pensar que mostrarnos «tal como somos» es siempre la mejor opción. En psicoterapia, por ejemplo, desarrollamos recursos que nos permitan filtrar, modular o posponer la expresión de determinadas emociones, como la impulsividad emocional, por muy consustanciales que sean a nosotros.
Hechos mejor que palabras
Conviene recordar, por último, que lo que más habla de nosotros no es lo que decimos ni como lo decimos, sino lo que hacemos. Los hechos, repetidos en el tiempo, son mucho más reveladores de quienes somos que cualquier pose de autenticidad momentánea. En lo que a mi respecta, prefiero ser coherente conmigo misma… aunque no parezca tan auténtica.
Ser auténtico puede tener mucho más de estrategia social que de coherencia personal.