Validación emocional

Caricatura sobre validación emocional y conflictos de pareja, con un hombre molesto y una mujer intentando restar importancia a su enfado.

Validación emocional

El puente entre la emoción y la razón

La desregulación emocional no desaparece con los años. Cambian las formas, los escenarios y las justificaciones, pero la dificultad para manejar la emoción sigue ahí. El enfado, la frustración o la sensación de injusticia se manifiestan en una discusión de pareja, en una reunión laboral o incluso en una simple gestión administrativa.

En la vida adulta, la exigencia de «mantener el control» se confunde con tratar de reprimir las emociones. Muchos adultos no tienen un problema de exceso emocional, sino de desconexión: no saben identificar qué sienten o por qué. La validación emocional permite reconstruir ese puente roto entre sentir y pensar.

La influencia inevitable del estado emocional

Nuestro estado emocional influye en todo: en cómo respondemos a un correo, cómo saludamos al llegar al trabajo o cómo pedimos un café. Sin embargo, pocas veces te detienes a preguntarte: «¿cómo estoy hoy?» o «¿qué me pasa?».

En una situación de enfado, ¿qué haces? ¿Alzas la voz, te encierras en un silencio gélido, dices algo de lo que después te arrepientes? Sea lo que sea, probablemente, una vez que hayas recuperado la calma, te cueste reconocerte en esa reacción. No porque creas que te falta razón, sino porque la intensidad emocional te ha impedido actuar como te habría gustado.

También puede ocurrir lo contrario: que no digas nada, que calles, que finjas que no te afecta. Esa aparente calma es una forma distinta de desregulación que, a largo plazo, genera irritabilidad o desinterés.

La amígdala se hace con las riendas

Cuando la emoción se dispara, la amígdala —la parte del cerebro encargada de detectar amenazas— toma el control. En ese momento, pensar con calma es casi imposible. Y sin embargo, solemos exigir a los demás —a nuestras parejas, compañeros o hijos— que mantengan la serenidad cuando nosotros no podemos hacerlo.

Imagina que llegas a casa tras un día especialmente difícil en la oficina. Le cuentas a tu pareja la bronca que has tenido con tu jefe  y te responde: «Tranquilízate, tampoco es para tanto; ya conoces a tu jefe».

Esa frase, aunque bienintencionada, te sienta como un aguijón. Ahora no solo estás enfadada con tu jefe; también te sientes incomprendida por tu pareja. Tu malhumor se dispara exponencialmente.

Si en lugar del comentario anterior, hubieses escuchado algo así como «Entiendo que debe haber sido frustrante» o «Parece que te ha hecho sentir impotente», el efecto sería muy distinto. No porque se haya resuelto el problema, sino porque te has sentido comprendido o comprendida. Esa validación actúa como  bálsamo para la amígdala hiperactivada y allana el camino hacia el pensamiento racional.

Cuando te sientes emocionalmente comprendido, el cerebro libera oxitocina y reduce la activación de la amígdala. La validación no elimina el malestar, pero baja su intensidad lo suficiente como para poder pensar con cierta claridad.

Un eficaz cortafuego ante los incendios emocionales

Esta es la función de la validación emocional: servir de cortafuego entre la emoción y la reacción.

La emoción se regula desde la emoción, no desde el razonamiento. Antes de poder pensar con claridad, necesitamos sentirnos comprendidos. Sin esa conexión inicial, cualquier intento de razonar provoca distancia, rechazo e incomprensión.

Validar no significa estar de acuerdo, sino reconocer lo que el otro siente y comprender que esas emociones le impiden ir más allá. Cuando una emoción no encuentra validación, el cerebro la vive como una forma de rechazo. El malestar activa defensas automáticas —atacar, justificarse o cerrarse en banda—, lo que bloquea cualquier intento de diálogo constructivo.

Validar tampoco significa justificarlo todo. Entender una emoción no implica aprobar la conducta que la acompaña. Significa reconocer que detrás de cada reacción hay una experiencia emocional que necesita ser atendida antes de decidir cómo actuar.

La auto-validación: la asignatura pendiente en la adultez

En la edad adulta, la validación más difícil no procede, por lo general, del entorno, sino de uno mismo.

Ser capaz de decirte «tiene sentido que me sienta así» en lugar de «no debería sentir esto» es un acto de madurez que te permite reconocer tus emociones como señales que te informan sobre tus necesidades.

Las emociones no desaparecen porque tratemos de reprimirlas o juzgarlas («no debería afectarme tanto», «esto es una tontería»). Lo previsible es que, tras varios intentos infructuosos por acallarlas,  terminen transformándose en irritabilidad o apatía.

No eres el único al que le sucede

La próxima vez que te sorprendas reaccionando con dureza ante un comportamiento ajeno —en la calle, en el trabajo o en una ventanilla de la Administración—, recuerda que detrás de esa conducta que tanto te molesta puede haber una emoción mal gestionada o que no acaba de encontrar salida. Y que cuentas con una herramienta de valía probada para mejorar la situación.

Las cosas son así: ningún ser humano puede razonar con claridad en un estado de desregulación emocional. La validación es una forma muy eficaz de ayudar al otro —y a uno mismo— a recuperar la serenidad, actuar con coherencia y evitar ese clásico pensamiento, que suele aparecer antes o después, de «por qué demonios he reaccionado así».