Una compleja emoción
Un recuerdo que hoy me hace sonreír, pero que no llevaba nada bien cuando era niña, tiene que ver con las reuniones familiares. Cada vez que mi extensa familia se reunía para celebrar un acontecimiento, mi padre tenía la costumbre —animado por los repetidos brindis familiares— de ponerse a cantar con entusiasmo el «Asturias patria querida». El resto del grupo se le sumaba, mientras yo me teñía de todos los colores.
Adoraba a mi padre… hasta que se ponía a cantar. No tenía ni idea entonces de que experimentaba lo que se conoce como «vergüenza ajena», pero puedo asegurar que era una sensación tan incómoda que, de haber podido, habría salido corriendo.
El extenso catálogo de las emociones humanas
En el catálogo de las emociones humanas —ese inventario que va desde lo primario (miedo, ira, tristeza, alegría, sorpresa, asco) hasta lo secundario (culpa, celos, orgullo, compasión)—, hay un rincón reservado a algunas rarezas que parecen surgir de combinaciones químicamente improbables.
La vergüenza ajena ocupa un lugar especial en este catálogo. Después de todo, se trata de un sentimiento vicario (experimentable a través de la experiencia de otro) resultado de un intrincado cóctel de emociones —vergüenza, pudor, ridículo, empatía y juicio moral— que nos embarga ante los actos de otro, sin que sea imprescindible que el causante experimente ninguna de ellas.
Un espejo emocional
Las investigaciones sobre empatía revelan que el sistema límbico humano —en particular la ínsula anterior y la corteza cingulada— se activa no solo cuando sentimos una emoción, sino también cuando observamos a otro experimentarla.
La vergüenza ajena está, por consiguiente, íntimamente vinculada con la empatía, es decir, con la capacidad de ponerse en la piel del otro. De hecho, a mayor empatía, mayor facilidad para sentirla.
Lo curioso es su naturaleza paradójica y asimétrica. Paradójica porque ante la conducta embarazosa, ridícula o inapropiada de un semejante sentimos en propias carnes lo que suponemos que siente el otro y, al mismo tiempo, nos alejamos emocionalmente, mediante el rechazo de esa conducta. Asimétrica porque es innecesario que «el semejante» experimente ninguna de las emociones que nosotros sentimos.
La vergüenza ajena tiene, además, mucho de disonancia emocional: nuestro cerebro espera que ciertos comportamientos (una torpeza, una falta de decoro, una mentira evidente) despierten pudor, y cuando esto no ocurre, nos embarga una desagradable sensación de incomodidad.
Empatía y juicio moral
La vergüenza ajena también oculta una forma encubierta de juicio moral. Íntimamente nos decimos que nosotros sí habríamos sabido comportarnos en esa situación o la habríamos evitado. Se trata de un pequeño consuelo narcisista disfrazado de compasión.
De ahí su rareza: se sitúa a medio camino entre la empatía y la superioridad moral, entre la cercanía y el rechazo.
Algunos hechos probados:
- La vergüenza ajena es un fenómeno psicológico real, medible a nivel fisiológico y —en algunos casos— neuronal.
- Es subjetiva (lo que a ti te avergüenza no tiene por qué provocar el más mínimo pudor al otro) y está vinculada con nuestra experiencia vital, nuestras creencias y el entorno social y cultural en el que nos desenvolvemos.
- Tiene mucho que ver con la empatía y la capacidad de «ponerse en el lugar del otro».
- Es independiente de si el otro se da cuenta o no; de si actúa con intención o sin ella.
- El grado de cercanía social modula su intensidad. Cuando se trata de un familiar o un amigo cercano —como ocurre en la historia que da inicio a esta publicación—, se suma el temor de que ese comportamiento pueda repercutir en la imagen que los presentes tienen de nosotros.
Somos, por encima de todo, criaturas sociales
La vergüenza ajena nos recuerda que somos criaturas sociales, programadas para disfrutar y también sufrir en grupo —aunque el grupo no lo sepa—. Es una emoción compleja porque nace de la combinación de empatía, pudor y moralidad, pero también porque pertenece a ese nivel de conciencia donde ya no basta con sentir: necesitamos comprender por qué sentimos.
Quizá la próxima vez que sientas esa punzada tan humana ante el comportamiento de otro —un comentario fuera de lugar, una fanfarronada, un chiste mal contado— puedas reconocerla como muestra de sofisticación emocional y como la confirmación de que nuestra empatía, por muy incómoda que nos resulte, está ahí.