Vivir en automático

Hombre frente a tres puertas rotuladas con “obligaciones”, “responsabilidades” y “miedos”, simbolizando bloqueo, ansiedad y decisiones impuestas.

Vivir en automático

Cuando la vida se siente ajena

Hace poco, en consulta, un paciente adulto me explicaba —con una mezcla de cansancio y desconcierto— que sentía que la vida se le escapa entre los dedos. «Es como si toda mi existencia estuviera trazada por otros» ­—decía. «Como si solo lo único que pudiese hacer es saltar de tarea en tarea, sin margen de decisión, como cuando el tiempo se te va viendo capítulos de Netflix que se encadenan».

Esta imagen refleja una vivencia emocional que muchas personas adultas expresan en terapia: la sensación de vivir en automático. Una vida dirigida desde fuera, sin capacidad de pausa ni elección.

No es solo estrés. Tampoco cansancio. Es una desconexión absoluta con las necesidades, deseos y prioridades de uno mismo.

El piloto automático: entre la sobrecarga y la desconexión

En un mundo hiperconectado, con exigencias constantes y estímulos ininterrumpidos, es fácil caer en este estado. Nos levantamos con el móvil, nos acostamos respondiendo correos y, entre mensaje y mensaje, tratamos de cumplir con una agenda imparable que rara vez se ajusta a lo que probablemente habríamos querido… de habernos tenido (o habernos tomado)  tiempo de pensar en lo que deseamos.

La sobrecarga agota, pero sobre termina desconectándonos del presente. Vivir en automático es dejar que la inercia y las demandas externas decidan por nosotros. Esto tiene un coste emocional, físico y relacional.

Las personas que lo experimentan suelen referir fatiga, dificultad para disfrutar, bloqueos a la hora de tomar decisiones y  sensación de vacío. Lo que en principio era una respuesta adaptativa termina volviéndose insostenible a fuerza de mantenerse en el tiempo.

Control y ansiedad: dos emociones que caminan juntas

Tras esa vida automática observamos con frecuencia un intento fallido de mantener el control. Personas perfeccionistas, exigentes, con miedo al error tienden a organizar su vida con precisión, a costa de sacrificar la flexibilidad, el disfrute y el contacto consigo mismas. Mi paciente, con un diagnóstico de TDAH, mantiene una dura batalla diaria para compensar sus olvidos y errores a fuerza de un control férreo de todas sus circunstancias.

Cuanto más tratamos de controlar, más crece por lo general la ansiedad. Y la ansiedad continuada deteriora funciones como la concentración, la memoria, la planificación o la capacidad de improvisación. Es un círculo vicioso: la ansiedad lleva al control, el control al agotamiento y el agotamiento genera más ansiedad.

Muchos adultos no identifican este estado latente hasta que el cuerpo empieza a gritar con fuerza. Se producen entonces los bloqueos en el ámbito laboral, los conflictos en la vida personal, el insomnio, la irritabilidad, los pensamientos rumiativos o la sensación constante de estar «haciendo algo mal».

Cuando trabajamos con personas que manifiestan esa sensación de desconexión y fatiga, no reducimos la intervención a los rasgos individuales. La persona se desenvuelve en un contexto: se produce, por tanto, una dinámica bidireccional: personas con altos niveles de autoexigencia que, además, se desenvuelven en contextos laborales, familiares o sociales que refuerzan esa exigencia y penalizan cualquier atisbo de pausa, duda o lentitud. Intervenir implica entender tanto el funcionamiento interno como las condiciones externas que lo alimentan y perpetúan.

Algunas sugerencias para facilitarnos la vida

Somos «nosotros y nuestras circunstancias».  Por ello, la terapia, para ser eficaz, debe tener en cuenta ambas cosas. Dicho lo anterior, hay algunos elementos básicos que todos deberíamos -al menos- tratar de aplicar para no cargarnos de obligaciones innecesarias:

  • Reconocer los niveles de autoexigencia. No es raro que detrás del cansancio extremo haya una especie de guion interno («tengo que poder con todo», «si no rindo, no valgo», «debo hacerlo perfecto») que se arrastra desde hace años. No está de más que nos plantemos qué son exigencias y qué autoexigencias desmedidas.

 

  • Distinguir lo que es urgente de lo que es importante. Hay personas que viven apagando fuegos todo el día, y eso resulta agotador. Aprender a diferenciar qué cosas pueden esperar es una cuestión de voluntad. A veces implica aceptar que no se puede con todo y que hay que delegar… o incluso dejarlo.

 

  • Aprender a flexibilizar sin sentir que se pierde el control. Muchas personas sienten que si aflojan un poco, todo se va a desmoronar. La rigidez es una forma de defensa. El trabajo pasa por encontrar maneras de adaptarse que no impliquen renunciar a lo que uno considera importante, pero sí permitirse mayor dosis de incertidumbre o error sin que eso suponga una catástrofe interna.

 

  • Hacer pausas reales. Y con reales me refiero a momentos en los que una persona no está resolviendo nada, no tiene el móvil entre las manos ni está tachando tareas pendientes. Puede ser algo tan simple como sentarse cinco minutos sin hacer nada o caminar sin auriculares. Al principio incomodar, pero termina siendo una forma estupenda de conectar con señales internas que solemos ignorar.

 

  • Volver a hacerse preguntas básicas. ¿Qué cosas hago porque me interesan? ¿Cuáles hago solo por obligación, por imagen o por inercia? No siempre es posible cambiarlo todo, pero saber a qué dedicamos nuestra energía nos ayuda a priorizar.

 

Salir del piloto automático es un proceso de reconexión con nosotros mismo. Esto puede requerir la revisión de creencias muy arraigadas. Pero el proceso merece la pena. Una vida puede estar llena de actividades… y, sin embargo, sentirse vacía.