La desconfianza bloqueante
El pueblo de mi familia es tan minifundista que en algunas huertas solo hay espacio para cultivar un puñado de grelos. Este es el caso de la Tierruca, una franja de suelo pedregoso perpendicular a la carretera principal, formada por diminutas fincas propiedad de una veintena de vecinos.
Hace algunos veranos, la Tierruca se revalorizó gracias a la reclasificación del terreno de rústico a urbanizable. Varios constructores se interesaron por ella y presentaron ofertas nada desdeñables, con una sola condición: el solar debía venderse como un único paquete.
Comenzaron las conversaciones entre los propietarios de los solares. Lo que parecía un acuerdo fácil se transformó en una batalla campal de agravios, sospechas y comparaciones.
- Un primer grupo de propietarios veía con malos ojos que el promotor de la iniciativa solicitase mayor porcentaje del precio de venta por las gestiones y el tiempo invertido en la operación.
- Un segundo grupo exigía que se le pagase más por la cercanía de su parcela con la carretera.
- Un tercero alegaba que era imposible llegar al extremo más alejado de la Tierruca sin pasar por sus tierras y que, por ello, debía ser favorecido.
- Un cuarto reclamaba una mayor cantidad porque su parcela estaba cerca de una bolsa de agua subterránea.
- Un quinto, compuesto por los propietarios de los solares más grandes, exigía que se valorase su precio por superficie con independencia de dónde estuviesen ubicados.
- Un sexto -que no encontraba ventaja alguna que alegar- aseguraba que los otros tenían una caradura impresionante.
Esos agravios del pasado cuyo origen nadie recuerda
Las conversaciones se prolongaron durante un par de meses y, con cada nueva negociación, se disparaban los decibelios y los agravios de los interlocutores que, a estas alturas, se acusaban entre sí de haberse robado las herencias en generaciones anteriores.
Cuatro meses después y a la vista de cómo avanzaban (o no avanzaban en absoluto) las conversaciones, los constructores optaron por llevarse la maquinaria a otra parte.
Hasta donde sé, la Tierruca permanece solitaria, baldía y olvidada.
Mejor quedarme sin nada a que tú ganes más
Ese «prefiero quedarme sin nada a que otro gane más» o su versión laboral, «no haré nada si otro se lleva el mérito» ha arruinado más proyectos que la falta de recursos o de talento.
Son muchos los nombres utilizados para expresar esta actitud: comparación social negativa, sesgo de pérdida, envidia reactiva, resentimiento distributivo… Todos distintos, pero con un mismo fondo: la sensación de injusticia subjetiva que se experimenta cuando se percibe que el otro obtiene una ventaja superior a la nuestra, aunque el resultado propio sea positivo.
El problema no es la injusticia en sí —de hecho, es posible que esta exista—, sino lo que hacemos con esa percepción: convertir la desconfianza en parálisis.
Obviamente, se trata de resignarnos, sino de llevar a cabo una reflexión más fría: ¿cuánto nos cuesta nuestra necesidad de tener razón o de quedar por encima del otro?
Un patrón que se repite en todos los ámbitos
Observamos este mismo patrón en familias con fuertes cargas emocionales, donde un miembro está convencido de dar siempre más de lo que recibe, lo que puede llevarle a alejarse del grupo.
O en el entorno laboral, donde adopta la forma de pasividad o boicot silencioso: «si no reconocen mi aportación, no me esfuerzo».
También en las parejas, donde se asemeja a una especie de equilibrio contable: «Ayer cedí yo, así que no seré yo quien lo haga en esta ocasión».
La lógica siempre es la misma: el agravio comparativo. Ante la sospecha de que alguien pueda sacar más partido que yo, prefiero que ambos salgamos perdiendo.
Neurociencia y economía conductual
Ernst Fehr y Klaus M. Schmidt (economista y psicólogo, respectivamente) llevaron a cabo un experimento, a finales de los noventa, que puso de manifiesto lo irracional de este impulso humano o, por ser más precisos, la tendencia natural a rechazar lo que consideramos injusto, aunque con ello salgamos perdiendo. En el experimento —donde uno de los intervinientes recibía una cantidad de dinero que debía repartir con otra persona— muchos de los receptores preferían quedarse sin nada si consideraban que el reparto era injusto. La mente humana tolera mejor la pérdida que la desigualdad.
Los resultados del estudio se repitieron con independencia de la cultura, edad y contexto.
El mismo fenómeno fue replicado más adelante por Kahneman y Tversky, mediante métodos de neuroimagen, para mostrar que en esa reacción participan zonas cerebrales vinculadas al dolor y la indignación moral.
Así son las cosas: el cerebro prefiere «el castigo justo» a «la ganancia injusta».
En algún punto confundimos la equidad con el empate y la prudencia con la aversión a que otro gane más o se lleve mayor mérito que nosotros. El impulso emocional puede llevarnos, en ocasiones, a tomar decisiones que no benefician a nadie. Y entretanto, la Tierruca permanece abandonada.