Arrastrar culpas antiguas

Madre desesperada porque es incapaz de que su hijo se centre en las tareas escolares.

Arrastrar culpas antiguas

Si hubiera sabido lo que sé hoy…

«Cuando pienso todas las tardes que he tenido a mi hijo sentado delante del cuaderno, desde que llegaba del colegio hasta prácticamente la cena, enfadándome porque no terminaba los deberes, me siento fatal. Ojalá hubiera sabido entonces lo que sé ahora. Hubiera sido bastante más comprensivo y actuado de otra forma».

No es la primera madre ni el primer padre al que oímos esto o algo parecido. Al observar las cosas con la perspectiva del tiempo y, por regla general, con un diagnóstico clarificador que explica muchos comportamientos de nuestros hijos que no entendíamos o atribuíamos a causas erróneas, suele dispararse el sentimiento de culpa.

Hablamos de padres —y, con más frecuencia, de madres, en particular, si han tenido que compaginar el cuidado de los niños con el trabajo— que, habiendo criado a sus hijos, no consiguen desprenderse de la sensación de no haber actuado entonces como deberían haberlo hecho. No me refiero a esos pequeños autorreproches que nos hacemos cuando las horas del día no bastan para sacar adelante las obligaciones y se agota la paciencia, sino a una sensación persistente que se manifiesta con mayor intensidad cuando recuerdan cómo fue la infancia de sus hijos y cómo la vivieron ellos como adultos.

Algunos padres explican que se sentían sobrepasados por una situación en la que eran incapaces de entender a sus hijos o de dar con la tecla que cambiase las cosas. Cuando los problemas y la incertidumbre del «no sé qué hacer para que funcione» se prolongan en el tiempo, hasta los más pacientes terminan presos de la irritación. O quizás, dependiendo del estado de ánimo, del cansancio o de como haya ido el día, de la exasperación («adoro a mi hijo, pero no lo soporto»), del miedo («si yo pienso esto, qué pensarán los demás»), de la culpabilidad («no quiero sentir esto») y de la pena, porque saben que, de una forma visceral, sus hijos perciben esos sentimientos aunque los adultos traten de disimularlos.

Visto a posteriori y con un diagnóstico certero,  todo se ve mucho más nítido en esto de educar a nuestros hijos. Tomar decisiones informadas, conociendo las causas y los recursos que funcionan y, probablemente, con ayuda de un profesional, es más sencillo que dar palos de ciego, agotadores y casi siempre infructuosos.

En el caso de la madre cuyo comentario abre este post, el diagnóstico de doble excepcionalidad (TDAH y altas capacidades) llegó cuando su hijo ya arrastraba un complejo historial de fracaso escolar.

¡Cuánto tiempo perdido!

Esos adultos saben hoy que su hijo o su hija tenía dificultades para regularse, mantener la atención o frenar los impulsos; pero en aquel momento, solo veían un niño o una niña que «no paraba», que acumulaba llamadas del colegio, que convertía las jornadas en agotadoras carreras de fondo y que era motivo de agrías discusiones entre los miembros de la pareja y de la familia. Al mirar hacia atrás, surge la idea de que, de haber actuado de otra forma, todo habría sido más fácil y eficaz para el menor y también para ellos. A la culpabilidad se suma la sensación de tiempo perdido.

Los comentarios también reflejan las señales silenciosas: gestos de cansancio, suspiros, miradas que el niño interpretaba sin necesidad de palabras. Los adultos de hoy saben que nunca quisieron hacer daño a su hijo, pero también son conscientes de que los niños leen la tensión de sus padres mucho mejor de lo que creemos. Se instala entonces la duda: «¿Cómo hice sentir a mi hijo?».

Una contradicción: lo que siento y lo creo que debería sentir

Gran parte de esta culpa se gesta antes de que exista un diagnóstico o una explicación clara y tiene que ver con contradicción entre lo que los padres sentían y lo que creían que debían sentir. Muchos recuerdan haber vivido episodios en los que su hijo les exasperaba hasta un punto que no reconocían en sí mismos. No se sienten orgullosos de su comportamiento y lo interpretan como un error personal, no como consecuencia del agotamiento.

Con los hijos ya mayores, algunos padres siguen rememorando esos momentos. No con la intención de justificarse, sino de entenderse. No es fácil liberarse de esa sensación. Pero somos humanos y no podemos evitar el sentirnos agotados, frustrados o sobrepasados en algún momento. Amor y agotamiento no son excluyentes. Esos pensamientos no son más que la manifestación de la necesidad de un respiro.  No se trata de luchar contra ellos (lo que, por otra parte, no sirve de nada), sino de aceptarlos y ser conscientes de que surgen porque tu hijo o tu hija te importan. Y de que, probablemente, necesites que alguien te eche una mano.

Un sesgo muy humano: juzgar el pasado desde el hoy

El problema no está en lo que ocurrió entonces, sino en la lectura que hoy hacemos de ello. La mente adulta tiende a evaluar situaciones pasadas con criterios actuales, con más información de la que tenía entonces. Es fácil olvidarse de que, en aquel momento, nadie conocía el cuadro completo: no había diagnóstico, ni orientaciones claras, ni el entendimiento que hoy tenemos del neurodesarrollo.

Cuando trabajamos estas culpas, se evidencia un elemento común: la mayoría de los padres no actuaron desde la desidia, sino desde el desconocimiento. No estaban «fallando» a sus hijos; estaban sobrepasados ante una situación muy complicada en la que trataron de hacerlo como mejor pudieron. Entender esto no borra los recuerdos complicados, pero permite reinterpretarlos sin juicios morales.

Enseñar a los padres a ser compasivos consigo mismos y a comprender que no son malas personas, sino personas sobrepasadas por las circunstancias es uno de los primeros retos del enfoque terapéutico.

Las culpas antiguas no desaparecen de un día para otro, pero podemos reinterpretarlas desde una perspectiva más realista y centrada en la preocupación genuina por el bienestar de nuestros hijos. Al hacerlo, despojamos al pasado de esos juicios de valor sobre nuestro comportamiento que, a fuerza de repetirse, son cada vez más severos.