Copia de La subjetiva normalidad

Viñeta cómica de un potentado sentado sobre un coche de lujo diciendo que no necesita grandes cosas para disfrutar.

Copia de La subjetiva normalidad

Un término tan nuestro y tan engañoso

Cuando alguien presume de «tener gustos muy normales» o de conformarse con las «pequeñas cosas que le ofrece la vida» —sentado despreocupadamente sobre el capó de uno de los Lamborghini que decoran la entrada de su palacete— es inevitable esbozar una sonrisa escéptica y pensar que no parece excesivamente difícil conformarse con «esas pequeñas cosas».  Y es que este tipo de frases varía una barbaridad dependiendo de si las pronuncia un gurú de moda o un monje budista.

El ejemplo anterior es perfecto para ilustrar otro concepto, que jalona nuestras conversaciones cotidianas, y también tiene mucho de engañoso: el de la normalidad.

Interpretar el mundo desde nuestra normalidad

Damos por hecho que cuanto es lógico, razonable o habitual para nosotros también lo será para los otros. Y esto no siempre es así.  De hecho, si no hay ocasión de aclarar las cosas, ese sesgo puede dar lugar a numerosos malentendidos.

Cuando juzgamos las conductas de los demás desde nuestras propias referencias, corremos el riesgo de minusvalorar sus motivos o directamente de malinterpretarlo sus actos. Y viceversa: también los otros pueden incurrir en ese error.

En terapia ocurre lo mismo

Aunque conocemos la complejidad de las personas y de las interrelaciones humanas, en consulta también podemos caer en este sesgo. En la práctica clínica, por ejemplo, recibimos en bastantes ocasiones información que el paciente presenta como algo «normal». Cuando le invitamos a profundizar,  puede ocurrir que esa información no encaje con nuestros parámetros.

Veamos un ejemplo:

—Pregunta del terapeuta «¿Entonces, qué tal duermes últimamente?»

—Respuesta del paciente: «Pues normal».

Lo que no explica el paciente es que esa  normalidad que se viene repitiendo desde hace años significa descansar dos o tres horas a lo largo de la noche.  Así que, en realidad, no describe más que el hecho de que una conducta repetida termina normalizándose. No nos  aclara si esas pocas horas de sueño son suficientes, en qué ocupa su tiempo de desvelo, si se levanta descansado o si arrastra el cuerpo durante todo el día. La etiqueta «normal» es cómoda y tranquilizadora, pero borra cualquier tipo de matiz. Y en psicología, importan los matices. Es nuestra tarea explorar que hay debajo de esa normalidad.

Algunos indicadores de normalidades que deberían llevarnos a reflexionar

  • Lo llamas «normal» porque siempre ha sido así

Has crecido en una dinámica familiar, laboral o afectiva concreta y la das por válida porque es lo que conoces. Esto no significa que sea funcional.

  • Lo llamas «normal» porque te avergüenza decir lo contrario

Calificar de «normal» algo que te preocupa es una forma de quitarle importancia. Si la preocupación persiste conviene que reflexiones sobre si eso es tan normal como te dices a ti mismo o a ti misma.

  • Lo llamas «normal» para no cuestionarlo

Introducir cambios es algo que, por lo general, cuesta a los seres humanos. Aceptar un malestar como normal evita tener que modificar las cosas. Por ejemplo: ansiedad diaria, trabajar sin límites, cuidar a todos menos a ti, aguantar maltratos sutiles… Lo malo es que la costumbre no conviene un hábito en saludable.

Trabajar sin imponer nuestra normalidad

El adulto llega al centro con sus propia su historia, su estilo relacional, sus hábitos y su forma particular de organizarse. Lo que para mí puede ser razonable o eficaz, tal vez resulte imposible, absurdo o incluso contrario a sus valores de esa persona.

El trabajo terapéutico exige suspender temporalmente los criterios personales para entender cómo funciona la lógica interna del otro.

El objetivo no es que la persona «sea normal», sino que pueda desempeñarse funcionalmente en su propia realidad. La intervención tiene que alcanzar ese equilibrio: ni imponer un modelo idealizado, ni validar sin más lo que está generando malestar.

Un chiste ilustrativo…

A punto de concluir este post, me viene a la mente un chiste muy conocido que se ajusta al tema tratado aquí, porque ilustra bien las diferencias entre lo que unos y otros consideramos «normalidad». Confío en que, querida lectora o lector, me perdones este atrevimiento.

Un sacerdote acude al médico para su revisión anual. Mientras toma notas, el doctor le pregunta:

— ¿Cómo describiría su alimentación?
El sacerdote responde: Normal, normal…
(El médico apunta en su informe: el paciente come en exceso).

Pregunta a continuación:
— ¿Y su actividad física?
Normal, normal…
(El médico apunta en el informe: el paciente no hace deporte).

Finalmente, el médico pregunta:

— ¿Y su vida sexual?
El sacerdote contesta:  Pues… normal: a veces sí, a veces no y a veces con mucho remordimiento…

(El médico apunta en el informe: patrón compatible con crisis vocacional)

Cuando alguien te conteste que «todo es normal» no te quedes con la etiqueta, indaga en profundidad para ir más allá de las apreciaciones y conocer los hechos y el contexto en el que se producen. Porque hablar de normalidad no proporciona hechos fehacientes: se trata exclusivamente de una referencia basada en la experiencia de quien utiliza esa expresión.