Por qué creemos en fumigadores
Hace algunos años alquilamos un alojamiento en Almería para pasar la temporada estival. Los propietarios de una preciosa casa individual habían transformado la parte superior de la vivienda en un pequeño apartamento. Era cómodo, funcional y con una característica impagable: una gran terraza con vistas espectaculares al Mediterráneo, donde pasamos gran parte de nuestro tiempo: allí desayunábamos, almorzábamos, cenábamos y disfrutábamos de las puestas de sol.
Pronto establecimos una agradable relación con los arrendadores —que vivían en la planta baja—: dos personas de lo más amables que unos días después de nuestra llegada nos ofrecieron lo que era toda una demostración de afecto por su parte: tres máscaras antigás, porque «se habían dado cuenta de que pasábamos mucho tiempo en la terraza y por allí volaban aviones que fumigaban a los habitantes con fines tan prácticos como el control malthusiano de la población».
Los fumigadores eran —por lo que pudimos observar— aviones a reacción que dejaban una estela de condensación a su paso. También verificamos que la amable pareja se metía en casa tan pronto pasaba uno (lo que hacían, por cierto, con bastante frecuencia).
Ante nuestra extrañeza y la consiguiente pregunta de si no les parecía raro que los aviones fumigasen indistintamente a diestro y siniestro (con riesgo de cargarse, pongamos por caso, al puñado de turistas americanos que en ese momento se rostizaban al sol), nos respondieron que los estados implicados repartían una suerte de antídoto protector entre sus respectivas poblaciones.
No son simples excentricidades
Los sesgos cognitivos, ampliamente estudiados en psicología, predisponen a las personas a desarrollar y sostener creencias conspiranoicas, al activar procesos cognitivos y emocionales profundos. Aunque su función desde la óptica de la supervivencia podría ser la de un «atajo mental» para identificar rápidamente amenazas u oportunidades, pueden inducirnos a error al priorizar la rapidez de actuación sobre la precisión de los datos… errores que con el tiempo se convierten en certezas a prueba de cualquier evidencia.
Algunos sesgos cognitivos implicados:
- Sesgo de confirmación: centra nuestra atención en información que refuerza nuestras creencias, desestimando todo lo contario. Si tenemos miedo a volar en avión y escuchamos la noticia de un accidente aéreo, consideraremos confirmados nuestros temores («volar no es nada seguro») por mucho que las estadísticas nos demuestren lo erróneo de este pensamiento.
- Apofenia: tendencia a identificar patrones y conexiones ocultas donde no existen, lo que favorece la percepción de tramas secretas o conspiraciones.
Y otros procesos psicológicos habituales:
- Búsqueda de control en la incertidumbre: ante el caos y la falta de explicaciones claras, el cerebro prefiere aceptar una narrativa conspirativa (aunque sea falsa) antes que admitir la propia vulnerabilidad.
- Procesamiento emocional: emociones como el miedo y la ansiedad favorecen la aceptación de ideas extremas y desplazan el pensamiento crítico. Las teorías conspiranoicas permiten integrar toda la información en un «relato coherente» sin necesidad de hacer un análisis lógico detallado.
Redes sociales y cámaras de resonancia
Son muchos quienes han comprendido el impresionante poder táctico que proporciona el explosivo cóctel de una «buena teoría conspiranoica + alcance de las redes sociales».
Tomemos un ejemplo reciente. Según la Encuesta de la FECTY 2024, que analiza las creencias sobre ciencia y tecnología de la población residente en España, un 24,5% de los encuestados están convencidos de que el Gobierno está ocultando la relación entre vacunas y autismo, lo que les lleva a desconfiar de las campañas de vacunación.
La consecuencia de esta desconfianza no es baladí. En 2025 se registraron los niveles más altos de sarampión en Estados Unidos desde 1992 y los más altos en Europa desde 1997, atribuibles en parte al efecto de estas teorías.
Los hechos no bastan
Contrariamente a lo que cabría esperar, los datos contrastados no siempre convencen. Las narrativas conspiranoicas incluyen explicaciones que neutralizan cualquier contraargumento: «los científicos están comprados», «los medios mienten», «el Gobierno nos manipula». Esta dinámica crea un mecanismo de inmunidad frente a la evidencia.
Del absurdo a las consecuencias reales
- Evaluar cuidadosamente la fuente de la noticia: ¿quién lo dice? ¿qué pruebas hay?
- Detectar los sesgos propios: ¿por qué quiero que sea verdad?
- Actuar de forma preventiva a través de la educación de los más jóvenes para evitar la propagación de teorías sin base. La evidencia muestra que, en personas con creencias ya muy arraigadas, presentar pruebas fehacientes puede provocar un «efecto rebote»: no solo rechazan los datos, sino que endurecen aún más su postura.
- Estudios recientes sobre prebunking —anticipación de «bulos» acompañada de datos que permitan su refutación— han demostrado que esta técnica puede reducir en parte la aceptación de teorías conspiranoicas.
El desafío para los profesionales
- Identificar los mecanismo emocionales y cognitivos que respaldan estas creencias. Detectar cuándo el miedo o la desconfianza refuerzan narrativas conspirativas,
- Trabajar la tolerancia a la incertidumbre y entrenar habilidades de pensamientos crítico.
- Fomentar espacios de confianza donde la persona se sienta capaz de analizar sus ideas sin sentirse atacada ni juzgada.
No lo olvidemos: las teorías conspiranoicas se alimentan del miedo, de la incertidumbre y de nuestra necesidad de certezas. De ahí su tremenda eficacia.